La actual situación del departamento de Puno, con violentas manifestaciones y huelgas en contra del gobierno y de la actividad minera, enfrentamientos entre poblados vecinos, gran pobreza, enfermedades, abandono y muerte, es ciertamente compleja y sería pretencioso tratar de abordarla en todas sus dimensiones con una sola propuesta. La información que nos llega, por lo demás, no es de la mejor, confundiéndose frecuentemente actores, acciones y causas. Quizás las dos mejores explicaciones del “caso Puno” las han hecho Ricardo Uceda (“Puno: prueba de fuego”) y Paulo Vilca (“A propósito de Puno y la Minería”).
No obstante lo complejo del problema, y más allá de que una acción estatal oportuna pudo evitar que la sangre llegue al río, puede apreciarse que existe en la protesta de Puno (y en otros conflictos sociales similares como el del tristemente célebre “Baguazo”) un elemento central: la explotación de recursos naturales y los perjuicios que ésta causa (o supuestamente causa, en muchos casos) a los habitantes de la región en la que ésta se realiza: contaminación, desplazamientos, afectación de sus actividades… en “sus” tierras.
En ese sentido, creo que existe un cambio que podría dar solución a muchos de los problemas que actualmente agobian el referido departamento y otras localidades en el Perú: derechos de propiedad claramente definidos y adecuadamente protegidos. Tal como explica Paulo Vilca:
“La promoción de industrias extractivas, con el consiguiente otorgamiento de concesiones mineras y petroleras a lo largo y ancho del país, es entendido por los grupos empresariales y los defensores del establishment económico, como un indicador de las buenas perspectivas de crecimiento macro económico peruano y la posibilidad de captar miles de millones de dólares en inversión privada. Sin embargo, para los miles de peruanos y peruanas que habitan en las zonas rurales y que solamente cuentan con un pedazo de tierra como único medio para obtener lo necesario para su autoconsumo y contar con algún ingreso que les permita solventar sus necesidades mínimas, la noticia de que su tierra ha sido concesionada es recibida como una pérdida irremediable de sus derechos sobre ésta.
Aunque mucha tinta gastemos los abogados para explicar que la concesión no “afecta” la propiedad de la tierra ya que se trata de derechos distintos, lo cierto es que el derecho a la propiedad de los campesinos y campesinas del país no vale lo mismo que una concesión minera para quienes promueven la inversión. Muestra de ello es que la propiedad rural no se encuentra debidamente garantizada por el Estado peruano que no cumple con sanear las tierras comunales, y tampoco resuelve los obstáculos y barreras burocráticas que impiden a los pequeños propietarios obtener la ansiada formalización” (las negritas son nuestras).
El establecer derechos de propiedad claramente definidos implica tanto el otorgar los títulos de propiedad a las comunidades campesinas o, en general, a todo ciudadano que sea propietario de tierras en las zonas en las que se explota recursos naturales, como el definir la regla más eficiente en relación a la titularidad de la tierra y los recursos naturales. Y la regla más eficiente, en mi opinión, es aquella que consagra la propiedad privada de los recursos naturales y la “propiedad unitaria” de suelo y subsuelo. Bueno, sí, adivinaron: esa no es la que consagra nuestra Constitución.
En el Perú, como una reminiscencia del derecho colonial, la propiedad del suelo y subsuelo están separadas. El propietario de la superficie (el suelo) no es propietario del subsuelo ni de lo que en él se encuentra: minerales, petróleo, gas. En efecto, la Constitución establece en su Artículo 66 que “(l)os recursos naturales, renovables y no renovables, son patrimonio de la nación. El Estado es soberano en su aprovechamiento”.
Pero este esquema resulta (como nuestra realidad nos demuestra frecuentemente) sumamente ineficiente: origina conflictos debido a la generación de externalidades y altos costos de transacción (en particular de “holdouts”, es decir, comportamiento estratégico de una de las partes, negándose a negociar). Dado que la explotación de un recurso natural ubicado en el subsuelo necesariamente afecta la propiedad del suelo, ya sea por hundimiento de este último o porque se requieren servidumbres de paso. Por eso, lo más eficiente sería consolidar la propiedad del suelo y sub-suelo (incluyendo los recursos naturales). Tal como ha señalado Epstein:
“La regla según la cual el sub-suelo pertenece al propietario de la superficie facilita las transacciones voluntarias que permiten la extracción de minerales y la creación de las servidumbres necesarias para que la minería pueda llevarse a cabo, incluso sí, como sucede a menudo, el propietario de la superficie no es la parte más capacitada para explotar los minerales debajo del suelo”[1].
Una regla que consolide la propiedad de suelo y subsuelo elimina los problemas de externalidades y costos de transacción en gran medida. Si las comunidades campesinas y, en general, todo ciudadano que posea tierras en las zonas en las que se explota recursos naturales fuera “propietario” (con todas las de la Ley) de suelo y subsuelo se “matan varios pájaros de un tiro”:
- Problemas económicos: privados que quieran explotar los recursos deben negociar y pagarles a ellos (ya no al Estado) para explotar sus tierras. Ellos obtendrían así un beneficio directo (que debería ser además significativo) de la explotación de los recursos naturales.
- Problemas sociales: Nos olvidamos de “consultas” y “conflictos sociales”. Eliminamos al Estado como intermediario y las empresas que quieran explotar recursos naturales deben “pedir permiso” a los directamente afectados, ya que son los propietarios de la tierra. Si las comunidades y otros propietarios no quieren explotación, no se realiza (aunque dado lo considerado en el punto i) anterior, dudo que ello pase).
- Contaminación: Con la regla propuesta, en principio, contaminado y contaminante serían la misma persona. Pero quien sea propietario de subsuelo y suelo tendrá incentivos para su conservación a largo plazo. En todo caso, incluso si el deseo por mayores ganancias de corto plazo llevase al propietario (ahora sí, empresario) y al explotador a explotar la tierra sin considerar los efectos ambientales, siempre el Estado deberá asegurar el cumplimiento de la legislación ambiental en aras de proteger a todos los peruanos y no sólo a los dos actores mencionados.
Por cierto, al minimizarse los conflictos económicos y sociales derivados de la explotación de recursos naturales, el Estado podría dedicar más recursos a las labores de fiscalización y control ambiental. Por otro lado, los recursos que la dichas actividades significan para el Estado no deberían disminuir significativamente. Si bien se eliminarían las regalías, el Estado todavía cobraría significativos impuestos.
¿Y quién sería el titular inicial del derecho sobre y subsuelo? Pues quien sea dueño del suelo, ya sea por derechos de propiedad transferidos o por “adquisición originaria” a través de la posesión. Es decir, “el que llega primero” (esta es otra regla que favorece la eficiencia, pero podría ser materia de otro post).
La aplicación de la regla propuesta ciertamente no es sencilla. Para empezar, requiere un cambio constitucional. En segundo lugar, requiere de la realización de intensivos programas de formalización para otorgar títulos de propiedad seguros y bien definidos (lo cual implica en muchos casos limitar las tierras de las comunidades, que muchas veces consideran como «sus tierras» algunas que no necesariamente poseen ni explotan). En tercer lugar, su implementación implica desmontar todo un régimen legal de concesiones basado en la regla de la titularidad estatal de los recursos naturales, lo cual implica afectar derechos adquiridos.
Es complicado, sí. Pero sería bueno que por lo menos se discuta la idea. El modelo actual, como podemos apreciar, es una receta perfecta para el conflicto.
[1] EPSTEIN, Richard. Holdouts, Externalities, and the Single Owner: One More Salute to Ronald Coase. En: Journal of Law and Economics, Vol. 36, No. 1, Part 2. John M. Olin Centennial Conference in Law and Economics at the University of Chicago (Apr., 1993). p.563 (Traducción libre del texto original).
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