¿»Más vale prevenir que lamentar»? El «principio precautorio» y sus nefastas consecuencias

18 junio, 2012

Luego de dejar abandonado el blog por un buen tiempo, he aquí un nuevo post. Es un post inusual porque más que hacer alguno de los comentarios a leyes o políticas públicas poco sensatas que acostumbro, simplemente comparto el paper que estoy presentando en la XVI Conferencia Anual de la Asociación Latinoamericana e Ibérica de Economía y Derecho – ALACDE.

El paper constituye una crítica al denominado «principio precautorio», según el cual, cuando hay peligro de daños (al medio ambiente o a la salud), la falta de certeza científica absoluta respecto a la causalidad entre el daño y una determinada actividad no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas para restringir o incluso prohibir tal actividad. Este principio ha sido esgrimido principalmente por activistas ambientalistas (y ahora por «defensores» del consumidor) para abogar por la aprobación de regulación altamente restrictiva, e incluso prohibiciones legales que, desde nuestro punto de vista, han hecho más daño que bien. Recordemos, sino, el caso de los transgénicos que hemos comentado aquí en blog más de una vez. Se aprobó una nefasta moratoria sin que haya una justificación sanitaria, económica ni legal para ello. ¿Y qué creen? Pues al «principio precautorio» fue uno de los argumentos de los defensores de la moratoria: «como no estamos seguros de los riesgos, entonces prohibamos».

Y es que el principio precautorio no sólo es una mala guía para el diseño e implementación de políticas públicas. Peor aún: no constituye guía alguna. En efecto, dependiendo de los intereses e ideología de quien lo pretenda aplicar, puede llevarnos a conclusiones totalmente distintas. En la práctica, además, puede demostrarse como grupos ambientalistas y políticos lo han aplicado “selectivamente” para magnificar los potenciales perjuicios de ciertas actividades, tecnologías y sustancias, teniendo como consecuencia no sólo restricciones ineficientes, sino el surgimiento de riesgos aun más peligrosos.

Aquí les dejo el artículo: MZP – Principio Precautorio v.2.

Como siempre, sus críticas y comentarios son bienvenidos.


¿El “tiro de gracia” a la industria venezolana? A propósito de la “Ley de costos y precios justos”

29 noviembre, 2011

Espero que no, la verdad. En el corto tiempo que he podido estar en Venezuela he podido apreciar que en dicho país existe una gran cantidad de empresarios con gran talento y energía. Se trata de un país que tiene mucho a su favor para ser un país rico (o por lo menos con niveles mucho mayores de riqueza).  Pese al hostil marco regulatorio en el que se desenvuelven, muchas industrias sobreviven y siguen llevando a los consumidores una gran cantidad de bienes y servicios.

Pero la “Ley de costos y precios justos” (la “Ley”), vigente desde el pasado martes es sin duda un paso decisivo hacia una economía centralizada; es uno de los últimos tramos del “espiral regulatorio” del que hablamos en un post anterior. Según la Ley, la recientemente creada “Superintendencia de Precios y Costos” tendrá la facultad de revisar los procesos productivos de empresas en todos los sectores de la economía, analizar los costos que “realmente estén vinculados al proceso productivo” y, de ser el caso, reajustar los precios que éstas cobran, con la finalidad de lograr “criterios justos de intercambio” y “propiciar la implementación de precios y costos justos a través de mecanismos que permitan sincerar costos y gastos”.  Paradójicamente, la Ley también menciona entre sus objetivos el “incrementar la eficiencia económica como factor determinante en la producción de bienes y servicios”.  Curiosa forma de lograr eficiencia esto de controlar los precios.

Según la exposición de motivos de la Ley “el poder monopólico o monopsónico y la cartelización, se han constituido en la política aplicada, por los empresarios, para dominar el mercado, siendo ellos quienes fijan los precios y condiciones comerciales, que no se corresponde a referentes internacionales ni obedecen a una estructura de costos justificable”.  Además, se señala que “La generalización de prácticas especulativas produce niveles de inflación exacerbados, que terminan erosionando no solo el poder adquisitivo de la población, sino el potencial de las pequeñas y medianas empresas y con el comercio minorista, impidiendo el desarrollo económico de alternativas productivas y de mayor número de iniciativas empresariales”.

Una Ley que pretenda controlar los precios de industrias en las que existe competencia no resiste el menor análisis. La historia y la economía nos han enseñado repetidamente que este tipo de controles son absurdos y no sólo no consiguen su cometido, sino que tienen otros efectos perniciosos. Vale la pena, de todos modos, explicar por qué esta Ley no tiene sentido, no funcionará e, incluso empeorará la situación de la gran mayoría de venezolanos.

 

No hay tal cosa como un “precio justo”

Aunque hay algunos intentos vagos de definición, nadie puede decir con total certeza cuando un precio es “justo” o cuando es “excesivo”. Si dos partes entran voluntariamente en una transacción es porque creen que esta les reporta un beneficio. Y, salvo que estamos ante un caso de fraude (caso en el que sí estaríamos de acuerdo con una intervención estatal para proteger a la parte afectada) probablemente en realidad les reporte tal beneficio. Ambas partes valoran más lo que reciben que lo que dan a cambio. Si dicha transacción beneficia a vendedor y comprador, no hay razón alguna para que el Estado intervenga en ella. Claro, alguien dirá que a veces la gente compra a un precio “alto” porque “no le queda otra”. La necesidad de las personas es frecuentemente utilizada como un argumento para intervenir en el mercado. Pero en la gran mayoría de casos dicha necesidad no es tal, ya que los productos tienen sustitutos razonables en el mercado, lo cual nos permite cambiar de producto si encontramos que un precio excede nuestro “precio de reserva”.

En mercados razonablemente competitivos (que son la gran mayoría) los productores sufren una efectiva presión competitiva de otros productores que producen  el mismo bien u ofrecen el mismo servicios, de otros productores que producen u ofrecen bienes similares, e incluso de personas que no están en el mercado, pero pueden verse motivados a entrar si las ganancias son “atractivas”. Esta presión competitiva hace que los productores, que sí, obvio, quieren cobrar lo más posible, deban fijar precios competitivos para sus productos (más baratos o similares al equilibrio de mercado) de lo contrario, perderían clientes y ventas.

Entonces, si en un mercado competitivo, no es que los productores fijen precios “exorbitantes” para “explotar” al consumidor. Los productores fijan el precio que el mercado, que la gran masa de consumidores y otros productores, en conjunto, fija a través de sus decisiones de producción y consumo. Esto es lo mejor que podemos conseguir para productores y consumidores, por lo que no hay precio más justo que aquel que fue libremente acordado.

Debe tomarse en cuenta, además, que los precios no son sino señales que permiten a los productores tomar decisiones en beneficio de los consumidores. Un precio “muy alto” por ejemplo, es una señal para el productor de que hay demanda por un determinado bien y debe producirlo en mayor cantidad, satisfaciendo así las necesidades de un mayor grupo de consumidores o atendiendo un mercado que antes no se atendía.

El poner un precio “fijo” en ese sentido, destruirá el sistema de información e incentivos constituido por la fijación libre de precios. Aniquilará la competencia, en virtud de la cual recibe mayores ingresos quien da un mejor servicio y ofrece mejores productos.  En un sistema de control estatal de precios, ganará más quien haga mejor lobby o tenga más conexiones con el poder o el burócrata de turno.

Los alegados monopolios no son tales

Como reseñábamos líneas arriba, según la Ley “el poder monopólico o monopsónico y la cartelización, se han constituido en la política aplicada, por los empresarios, para dominar el mercado, siendo ellos quienes fijan los precios y condiciones comerciales”. No obstante, no se explica como la Ley se aplica, sin filtro alguno a todos los sectores de la economía. La Ley no contempla un análisis técnico de mercados relevantes o de la posición de dominio de una empresa antes de intervenirla para analizar sus costos y fijar sus precios (no es que en ese caso la fijación del precio fuera deseable, pero por lo menos el argumento del poder monopólico no sería una farsa).

Estoy seguro que al leer el término “monopolio”, incluso si no es un economista o abogado experto en temas de competencia y regulación, pensó en una compañía de teléfonos, agua o electricidad. Quizás, en una aerolínea . Pero no. De hecho, y aunque parezca una broma, en el primer paquete de productos cuyos precios fueron congelados figuran productos tan “monopólicos” como el agua natural, el jugo de fruta, el cloro, el jabón, el lavaplatos líquidos, los limpiadores, el champú, los desodorantes y…, sí, el papel higiénico y los pañales desechables.


El gobierno no tiene los recursos ni el expertise para controlar todos los precios

Incluso funcionarios del propio gobierno venezolano han reconocido que el Estado es incapaz de controlar todos los precios de la economía. El presidente del Banco Central Venezolano ha señalado que una economía “no puede funcionar toda sujeta a un mecanismo de ley de precios”, y que solo “van a haber algunos sectores que van a estar monitoreados de manera permanente”. “Son más o menos unos 500 mil precios que funcionan”.

Pero, asumamos, por un momento, que el gobierno venezolano lograra reunir personal capacitado para vigilar costos de las miles de empresas operando en el mercado. ¿Qué haría para fijar un “precio adecuado”? ¿No nos encontraríamos acaso ante el “problema del cálculo” que, como nos enseñó Mises, hace el socialismo inviable? ¿Y a qué costo se haría esto?

En realidad, el fijar un precio administrativamente lo único que va a conseguir es disminuir las ganancias de los productores y o incluso causarles pérdidas. Reducirá la flexibilidad que tienen las empresas para ajustarse a la demanda, lo cual a su vez generará escasez de productos, en perjuicio del consumidor.  Y, como sabemos, “el producto más caro es el que no encuentras”.

Es el gobierno el que causa la inflación

También en su exposición de motivos, la Ley culpa al sector privado de la gran inflación que reina en Venezuela. Las empresas suben los precios porque quieren cobrar más. No obstante, como nos enseña el maestro Milton Friedman,  la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario (“inflation is always and everywhere a monetary phenomenon”): así como en cualquier otro mercado en el que cuando un bien es abundante, su precio baja, lo mismo pasa con el dinero. Cu”ando el Estado pone demasiado dinero en el mercado, su valor relativo baja, vale menos y, por ende, nos alcanza para comprar menos cosas.

Esto es precisamente lo que pasa en Venezuela: “el Estado gasta a manos llenas, pone en manos del público una cantidad de bolívares que no se corresponden con el volumen de productos y servicios, cuando aumenta la demanda y no se corresponde con la oferta se genera inflación, generando una presión tremenda entre la oferta sobre la demanda”.

Es el gobierno el que incrementa los costos de producción

Al igual que con la inflación, el incremento de una gran cantidad de costos de producción no es atribuible, sino al propio gobierno venezolano, que con aranceles, regulación y precios de insumos regulados no ha hecho sino encarecer enormemente los procesos productivos. En muchos casos, incluso, empresas que compran insumos regulados deben pagar más por éstos que lo que pueden cobrar al consumidor, viéndose obligadas a producir a pérdida.

 No se reconocerán todos los costos

Y para agravar más aun lo descrito, la Ley no reconocerá todos los costos en los que los empresarios incurren para llevar un producto al mercado. No se reconocerán, por ejemplo, los costos de representación, marketing, publicidad, gestión de intereses, entre otros que no están “ligados directamente a la producción”.

Además, se ha señalado que en cuanto a los costos de importación sólo se reconocerá el tipo de cambio oficial de la Comisión de Administración de Divisas – CADIVI (que es la agencia encargada del control cambiario), ascendente a aproximadamente 4.3 bolívares por dólar.  No obstante ello, en Venezuela también existen otras formas oficiales (es decir, aparte del mercado negro, que paga casi el doble) de obtener dólares para importar, tales como las emisiones de bonos en dólares adquiribles en bolívares (que cotizan alrededor de 5.8 bolívares por dólar) y el Sistema de Transacciones con Títulos en Moneda Extranjera (SITME, que cotiza alrededor de 5.3 bolívares por dólar). Se estaría, en ese sentido dejando de reconocer una gran parte del costo real de elaborar productos con insumos deportados.

Como podemos apreciar, la Ley reúne todos los elementos necesarios para convertirse en el “tiro de gracia a la empresa venezolana”. Pero claro, las empresas tienen, al igual que las personas que las conforman, un “instinto de supervivencia” que generará dos reacciones: muchas empresas simplemente saldrán de determinados mercados. Como ninguna empresa quiere (ni puede) producir a pérdida, se dejarán de producir aquellos productos regulados cuyo precio se fije por debajo del equilibrio de mercado. Y esto agravará, nuevamente, la escasez en perjuicio del consumidor. Otros empresarios optarán por salir del mercado formal y generar “mercados negros”, no controlados por el Estado, en el que podrán vender sus productos a un precio tal que les reporte un beneficio. Pero claro, trabajar en la informalidad tiene otros costos y limitaciones que, en definitiva, afectarán severamente los ingresos del productor.


Venezuela, el caso del arroz y la fábula del “espiral regulatorio”

18 octubre, 2011

Hace poco estuve más de un mes en Venezuela por razones de trabajo y, a pesar de considerarme bien informado de lo que pasaba en dicho país a través de los medios internacionales, no dejó de sorprenderme todo lo que está pasando allí gracias al “socialismo del Siglo XXI”. Se comenzó con la regulación y la expropiación de las llamadas “industrias estratégicas”, pero ahora cada vez más y más mercados están bajo controles de precios, calidades y hasta cuotas de producción, situación que tiene a muchos productores a punto de la quiebra, entre la espada de los insumos (regulados) caros y la pared de los precios (también regulados) demasiado bajos, y a los consumidores pagando el precio más alto que puede haber: el precio de no tener el producto. La recientemente aprobada “Ley de Costos y Precios Justos”, que tiene como objetivo establecer el “precio justo” (como si tal cosa existiera) de un determinado bien o servicio, puede ser aplicada potencialmente a todo mercado.

Fuente imagen: panfletonegro.com

Leyendo el periódico todos los días, sentía que estaba viviendo la fábula del “espiral regulatorio” de la que nos habla Alfredo Bullard. La fábula, para los que no la han escuchado o leído, dice así:

“Había una vez, en un reino no muy lejano, una queja de los súbditos sobre el precio del pan. El Rey, indignado, decretó un precio máximo. Al día siguiente los panaderos redujeron el peso del pan. El Rey, para que no se escapen de la regulación, decretó un peso mínimo. Entonces los panaderos usaron harina de menor calidad. El Rey ordenó una calidad mínima. Los panaderos, en respuesta, obligaban a los súbditos a comprar pan solo si compraban leche que no tenía control de precios. El Rey dio un nuevo decreto prohibiendo la venta atada de productos. Al día siguiente los productos pusieron una fruta confitada encima del pan y dijeron que el precio era libre porque ya no era pan, sino un pastel. Y el Rey tuvo entonces que incluir en la regulación a los pasteles. Y siguieron y siguieron hasta que el Rey se hartó y estatizó las panaderías. Moraleja. Si en la espiral regulatoria atrapado no quieres quedar, abstente de regular”.

Quizás el mejor ejemplo de este “espiral regulatorio” en el que el consumidor venezolano se encuentra inmerso, es el caso del arroz. En 2003, mediante una resolución ministerial se fijó el precio máximo de, entre otros productos, el arroz blanco de mesa, en sus diversas presentaciones. Al mismo tiempo reguló el precio pagado por los productores a los agricultores con la finalidad de “asegurarles ingresos suficientes” a éstos últimos. Lo que empezó a pasar en este contexto es que muchas veces los precios regulados para los agricultores se aumentaban sin que se aumenten los precios finales, asfixiando al productor. Asimismo, pasaba también que otros recursos destinados a la producción además de la materia prima variaban de precio, afectando la estructura de costos de las empresas sin que éstas pudieran reaccionar ajustando sus precios. Como las empresas no pueden darse el lujo de producir a pérdida, lo que hicieron fue crear un nuevo tipo de arroz, el “arroz saborizado”, tal cual el pastel de los panaderos en la fábula descrita líneas arriba, que no se encontraba en principio regulado. Desde el gobierno venezolano esta estrategia fue calificada como “irresponsable” y un “fraude a la ley”. Y aunque es obvio que con la producción del arroz saborizado se buscaba evadir la regulación yo calificaría esta estrategia como un legítimo acto de supervivencia. Lamentablemente, la “fábula” no termina allí. En 2009 se emitió una nueva resolución ministerial en virtud de la cual “todo producto elaborado a partir de la misma materia prima de un producto regulado” requeriría de una autorización gubernamental antes de ser comercializado. Obviamente, para estos productos deberían regir también precios regulados. Asimismo, se establecieron cuotas mínimas de producción para el arroz “blanco”. Como muchas empresas no han podido cumplir con las referidas cuotas de producción, pues les originan pérdidas, empezaron a ser acusadas de “acaparadoras” o de “saboteadoras de la revolución” y de… ¡querer obtener ganancias! (ok, ya entiendo, ¡esas empresas son peores que Bin Laden!).

Como no podía ser de otra forma, la última parte de esta historia tiene que ver con expropiaciones. Las últimas modificaciones a la regulación apuntaron a incluir la expropiación como una sanción para quien incumpla los controles de precios y las cuotas de prducción. La frase “planta cerrada, planta tomada” se volvió una política de Estado. En marzo de 2009 se expropió la planta de Cargill de Venezuela y varias otras están amenazadas de correr la misma suerte. Lo más grave en el caso de la expropiación a Cargill es que su planta producía arroz “parboiled” (arroz precocido), desde antes de la regulación de precios. Este tipo de arroz requiere de un proceso de fabricación distinto y por eso esta empresa no podía de la noche a la mañana comenzar a producir el arroz regulado. Con esta excusa el Gobierno expropió la planta. Casi 3 años después de haber sido expropiada, la planta sigue produciendo arroz “parboiled” (es decir, el Gobierno incumple la regulación), y los dueños no han sido indemnizados.

Lo peor de esta historia es que en cada una de las “secciones” de este espiral, los perjuicios son mayores que los beneficios para quien debería ser el principal protegido de las políticas públicas: el consumidor. Así, por ejemplo, en lo que respecta a la regulación de precios, dado que los empresarios empiezan a sufrir pérdidas cuando no pueden subir sus precios, los productos comienzan a escasear, y por ende a subir de precio (tanto su precio real, en el mercado negro, como su precio regulado, ya que los productores demandan ajustes). Las estadísticas del Banco Central de Venezuela registran que en los primeros nueve meses de 2011 el precio de los alimentos regulados, subió en promedio 21,9% mientras que el precio de los alimentos no regulados subió en promedio19,6%”. La producción baja, como ha pasado precisamente con el arroz, producto en el que hasta hace poco Venezuela era autosuficiente. Ahora, de ser un país que exportaba 150,000 toneladas ha pasado a importar en promedio 300,000.

Lo mismo sucede cuando las industrias son expropiadas y manejadas por el Estado. Tal es el caso de la Hacienda Hoya Grande, que el Estado expropió en diciembre de 2010, con la finalidad de cumplir un acuerdo de exportación de plátano celebrado con el Estado ruso. En ese momento, dicha hacienda era considerada un modelo de la industria. Altamente tecnificada y con un rendimiento promedio de nueve toneladas por hectárea. Era la principal exportadora de plátanos de Venezuela. Casi un año después de estar la hacienda en manos del Estado, la producción promedio de dicha disminuyó a cuatro toneladas por hectárea y se encuentra afectad por plagas debido a descuidos en su mantenimiento.

La fábula del espiral regulatorio, como nos muestra el caso de Venezuela, no es una con un final feliz. Esta fábula nos debe servir de lección en el Perú, especialmente ahora que no escasean en el Ejecutivo y en el Congreso “fans” del espiral regulatorio.

El presente artículo también ha sido publicado en la página web de Respeto por Respeto

¿No “necesitamos” transgénicos?

24 agosto, 2011

Sí, sí, ya sé. Disculpen que insista con el tema transgénicos, no es que esté en una campaña a favor de este tipo de productos, pero definitivamente, y como siempre en este blog, estamos a favor del libre comercio y de la libertad individual.

Ya hemos explicado en anteriores posts cómo es que no existen argumentos válidos para imponer una “moratoria” (prohibición) al ingreso de semillas transgénicas o al cultivo de éstas en nuestro país (ver Proyecto de Ley aquí). Es falso, pues, (o al menos no se ha demostrado fehacientemente) que los cultivos transgénicos sean dañinos para la salud, afecten necesariamente o de manera relevante la biodiversidad, depreden la tierra cultivable o vayan a causar más pobreza en determinados sectores.

Pues bien, ahora el nuevo argumento, es que el Perú, debido a su gran diversidad y riqueza agrícola, es un país que “no necesita” de transgénicos. Este argumento es esgrimido por el mismísimo Presidente de la República, como puede apreciarse en este video.

Más allá de que la premisa sea errónea, pues consideramos que, si no hoy, pronto el país podría necesitar o beneficiarse en gran medida del cultivo y producción a gran escala de productos transgénicos; cabe preguntarse ante semejante argumento ¿puede el Estado prohibir la comercialización de un determinado bien o servicio simplemente porque “no es necesario”?

La respuesta es un contundente no. Bajo el régimen económico consagrado en nuestra Constitución (artículo 59), el Estado garantiza las libertades de trabajo, empresa, comercio e industria. Estas libertades pueden en efecto ser limitadas, pero estas limitaciones deben estar motivadas en razones de salud, seguridad pública,  externalidades (daños a terceros), ausencia de competencia o competencia “indebida”, entre otras mencionadas en la propia Constitución. Esas limitaciones, además, deben ser razonables y proporcionales.

Determinar si el país, si el mercado peruano “necesita” o no un bien determinado no es competencia del Estado peruano. Son los consumidores, con sus decisiones de compra, y los productores (que bien podrían encontrar un nicho de mercado en el extranjero) quienes deben determinar esto.  Si alguien produce algo que el consumidor “no necesita” habrá realizado una mala decisión empresarial y deberá asumir las consecuencias de sus actos, reconvirtiendo su empresa o saliendo del mercado.


Anti-propuesta No. 1: menos Estado, regulación limitada

21 marzo, 2011

La primera de mis propuestas en esta “anti-campaña” consiste en reducir sustancialmente las actividades que desarrolla el Estado, así como la regulación de él emanada y que restringe la libertad de actuación de las personas y empresas en el mercado.

Ojo, no se trata de “reducir por reducir”, sino de tener un Estado eficaz y eficiente en cumplir  las tareas que realmente debe cumplir. ¿Y cuáles son esas tareas? Como podrán notar si han seguido el blog, mi orientación liberal me lleva a creer en un estado reducido, limitado básicamente a proveer seguridad, justicia, a defender la propiedad privada y a servir de plataforma para la libre contratación (ver un interesante artículo sobre el Estado mínimo, aquí).

En esa línea, no debemos perder de vista qué es el Estado y para qué sirve el Estado. El Estado no es otra cosa que un mecanismo de reducción de costos de transacción, un mecanismo para establecer las “reglas de juego” que deben regular la vida en sociedad (legislar), y luego hacerlas cumplir. Asimismo, el Estado sirve para mantener la paz y la seguridad, es decir, para evitar el “estado de guerra” al que hacía referencia Hobbes.  Y para ello mantiene el monopolio de la fuerza.  Sólo en el “estado de paz” que el Estado garantiza, el ser humano puede sacar el mayor beneficio posible de sí mismo (de su trabajo y su talento) y de su propiedad.

Lamentablemente, desde que en la Europa del Siglo XIX comenzó a instaurarse el denominado “Estado del bienestar” o “Estado social” ha arraigado en nuestras sociedades la creencia de que el Estado es el llamado a proveer ciertos (cada vez más) bienes o servicios esenciales para que todos los ciudadanos puedan “mantener el nivel de vida necesario para participar como miembro pleno en la sociedad”. Como consecuencia de ello, no es inusual que cualquier necesidad o aspiración humana se convierta automáticamente en un “derecho”: derecho a la salud, derecho a la educación, derecho al agua limpia, derecho al trabajo y hasta derecho a “precios razonables”. No es inusual tampoco que todo se vuelva “público”: transporte “público”, telefonía “pública”, lugares “públicos”, dando pie a regulaciones y restricciones de uso. Así, en nombre de la “justicia social” el Estado se expande más y más para convertirse en el gran proveedor de la Sociedad. Mucha gente puede pensar que eso es “justo” pues así “todos tenemos todo” o “todos tenemos lo mismo”. Es por eso, precisamente, que reducir el Estado es poco rentable políticamente. Es por eso que ningún político propondría lo que aquí se propone (incluso si pensara como yo).

No obstante, este gran sistema de distribución no sólo cuesta, sino que es ineficiente, provee mal, tarde y a veces nunca. El fracaso de los estados socialistas es una clara prueba de ello. Alguien me dirá, claro, que el Estado social no es comunismo, que es un punto medio. El tema es que sin darnos cuenta, poco a poco el Estado social se expande; y caemos en un “círculo vicioso” de regulación e intervencionismo.  A mi juicio, el Estado sólo debería ser proveedor de bienes o servicios subsidiariamente, cuando la oferta privada no es posible en el corto o mediano plazo o en casos de pobreza extrema.

Es obvio que mi concepción acerca del concepto de Estado y de su alcance está profundamente marcada por mi orientación ideológica. Pero más allá de las ideologías, creo que es un tema de pragmatismo (en el buen sentido de la palabra): dado los escasos recursos con los que cuenta nuestro Estado para implementar políticas públicas, debemos priorizar adecuadamente aquellas áreas en las que éste interviene. En otras palabras, no se trata de reducir el Estado por reducirlo. Sin embargo, es evidente que el Estado realiza más actividades de las realmente necesarias: interviene como prestador de servicios allí donde la demanda privada podría resultar más que suficiente, establece prohibiciones sin sentido (como en el caso de las drogas) que demandan altos costos de administración y enforcement; regula industrias competitivas; realiza innumerables y fallidos intentos de “fomento” y supervisión, entre otros.

Yo pienso, por ejemplo, que no es necesario contar con un Ministerio del Medio Ambiente o un Ministerio de la Cultura (esto bajo riesgo de que muchos amigos me quiten el habla) o como, algunos proponen, un Ministerio del Deporte. No es que el ambiente o la cultura no sean importantes, ciertamente lo son, y mucho. No obstante, que un área determinada sea importante no quiere decir que necesariamente debamos montar un complicado aparato legal y burocrático alrededor de ella. En muchas áreas, el establecimiento de un adecuado marco legal y la supervisión de un regulador o del mismo Poder Judicial son suficientes. En el caso del medio ambiente, reglas de propiedad que incentiven la conservación de los recursos y reglas de responsabilidad (responsabilidad civil y multas) podrían ser suficientes. En el caso de la cultura, ciertamente son los privados (artistas o deportistas) los que más aportan, por lo que podrían generarse reglas que incentiven la canalización de recursos hacia ellos (por ejemplo, exoneraciones tributarias a las donaciones) por quienes más consuman sus obras o performances.

Pero incluso si llegamos a la conclusión de que se necesitan ministerios como los citados, ¿es realmente inteligente crearlos, implementarlos y financiarlos cuando ministerios ciertamente más importantes (interior, justicia, salud, educación) no funcionan adecuadamente? Personalmente creo que lo inteligente sería priorizar los múltiples objetivos que tiene el Estado, aun cuando ello implique dejar de hacer algunas actividades que podrían ser necesarias.

Reduciendo el Estado podemos hacerlo más fuerte en las áreas en las que realmente se le necesita: pagar mejores sueldos a los empleados públicos, capacitarlos y adquirir/mejorar las herramientas con las que supuestamente deben contar para cumplir sus funciones. También podríamos hacer llegar el Estado a regiones geográficas a las que actualmente no llega.

Además, reduciendo las áreas en las que el Estado interviene no se requerirá cobrar tantos impuestos, liberando de esta manera recursos que pueden ser mejor utilizados en el sector privado para crear y distribuir riqueza (resulta ocioso, por ejemplo, que se de una discusión sobre reforma tributaria o “ampliar la base tributaria” sin antes redifinir lo que hace el Estado y su tamaño). Asimismo, con menos regulación e intervención estatal se reducen las probabilidades de corrupción, al reducirse los campos en los que un funcionario tiene discrecionalidad.

¿Y exactamente cómo y en qué áreas debe reducirse el Estado? Ciertamente la “receta” es muy compleja y debería ser materia de un estudio y explicación más profunda. Me atrevo, sin embargo, a ensayar algunos “principios” que informarían la reducción del Estado y métodos para lograrla:

Principios:

  1. En principio, cada persona es responsable de sí misma, de prosperar en base a su esfuerzo o talento. El estado debe garantizar, en todo caso que haya igualdad de oportunidades, pero no “nivelando el campo de juego” sino removiendo todas aquellas barreras que imposibilitan el libre desenvolvimiento y la cooperación en el mercado.
  2. Toda intervención del Estado debe justificarse en la existencia de verdaderas “fallas de mercado” (utilizo la expresión aunque reconozco que puede ser discutida): monopolios naturales (otro término también discutible), costos de transacción demasiado altos, externalidades que no pueden ser solucionadas entre las partes o asimetrías de información que implican riesgos o costos demasiado altas. Allí donde la oferta privada resulte suficiente, el Estado no debe intervenir como prestador de servicios.
  3. Incluso cuando de acuerdo al “principio” No. 2 se llegue a la conclusión de que una determinada intervención del Estado es deseable, debe hacerse un análisis costo-beneficio para determinar si dicha intervención podría tener algún efecto indeseado o resultar demasiado costosa de administrar. Es posible llegar a la conclusión de que incluso si la intervención es deseable, es demasiado costosa (y a la larga haría más daño que bien).

Métodos:

  1. Revisión de todas las leyes y políticas que no tienen un real fundamento (de acuerdo a lo establecido en el principio No. 2) o que, teniendo algún fundamento, han demostrado su inefectividad. Es el caso, por ejemplo, de la política antidrogas, que trataremos de manera más específica en otro post de “anti-campaña”.  Aun en el supuesto negado de que se considere justificado proteger a individuos (mayores de edad y en pleno uso de facultades) de sí mismos, es obvio que la política antidrogas sólo ha causado enormes pérdidas de recursos y una terrlibe violencia.
  2. Someter la instauración de nuevas áreas de intervención a ciertos “candados institucionales”: cumplimiento de criterios de fondo, existencia de presupuesto, aprobación mediante Ley formal del Congreso (este criterio se ha relajado significativamente en los últimos tiempos).
  3. Que las leyes y políticas que sí valen la pena tengan un adecuado enforcement, priorizando la fiscalización aleatoria y ex post, por sobre la ex ante (que se dejaría para los casos de mayor riesgo). El adecuado enforcement implica que se realice una adecuada capacitación a los funcionarios del Estado, darles independencia, sueldos adecuados (nivelarlos al mercado) y herramientas para realizar su trabajo. Asimismo, deben privilegiarse las regulaciones que favorezcan la competencia (por ejemplo, incentivos para dar más y mejor información) que regulaciones que sustituyen la competencia (fijación de precios y condiciones de comercialización.