¿Una barrera burocrática para denunciar barreras burocráticas? La “imposición directa” de las barreras

8 marzo, 2012

Luego de casi tres meses de abandono (¡sorry a los pocos que lo extrañaron!), retomo el blog, y felizmente ha llegado a mis manos un tema bien interesante como para regresar con un post bacán. Me pasaron hace poco una resolución emitida por la Comisión de Eliminación de Barreras Burocráticas del INDECOPI (CEB) —respecto de la que, dicho sea de paso, suscribo la opinión de Alfredo Bullard en el sentido de que debería tener más importancia dentro de dicha agencia, dado que en nuestro país el marco legal es el principal “cuello de botella” para los negocios, antes que otros negocios compitiendo “indebidamente”—,  en la que se declara improcedente la denuncia interpuesta por un grupo de empresas comercializadoras de oxígeno medicinal contra una Resolución del Ministerio de Salud (MINSA), según la cual se establece un estándar de calidad mínimo para el oxígeno medicinal. En virtud de dicho estándar, los establecimientos de salud del sector público y privado sólo podrán adquirir oxígeno medicinal con una concentración igual o mayor al 99%Contrario sensu, quedan prohibidos de adquirir un oxígeno de menor concentración. Sucede, sin embargo, que en el Perú sólo unas cuantas empresas producen oxígeno de esa calidad, dado que llegar a esos niveles de concentración requiere de procesos industriales adicionales. El resto produce oxígeno que —estando dentro de estándares aceptables a nivel internacional— “sólo” llega a tener una concentración de entre el 93% a 98%. De hecho, el estándar vigente antes de la promulgación de la resolución en cuestión establecía una concentración mínima del 93%.

Según los denunciantes, el imponer un estándar tan elevado constituye una barrera burocrática ilegal e irracional que condiciona el desarrollo de sus actividades económicas. Aparentemente, la norma “los saca” del mercado, ya que no están en la posibilidad de producir (a un costo razonable) un oxígeno de dicha calidad.

Normalmente he criticado la imposición de estándares de calidad, dado que en mercados competitivos los propios oferentes en el mercado tienen los incentivos para ofrecer la mejor calidad posible. Los hospitales tienen incentivos para dar la mejor combinación posible de precio y calidad (más en el sector privado, aunque también es posible introducir incentivos adecuados en el sector público). En ese sentido, usarán el “mejor” oxígeno disponible en el mercado. O mejor dicho, el oxígeno que al menor costo cumpla adecuadamente la función que está llamado a cumplir.  Por ejemplo, si se tratase de agua (necesaria para hidratar a los pacientes), se tiene que usar un agua de calidad suficiente para que cumpla dicha función, y además sea de una limpieza y pureza tal que se eviten otras posibles enfermedades. Pero no se necesita que los pacientes tomen agua Evian, ¿no?

Ahora bien, dado que estamos ante un mercado “sensible” como lo el de los servicios médicos (donde el costo de error es alto y, en muchos casos, irreparable), podemos aceptar la premisa de que se impongan algunos estándares de calidad. Lo que tenía que discutir la CEB, en ese sentido, es: ¿es razonable imponer un estándar de concentración del 99% para el oxígeno medicinal? ¿No cumple acaso el oxígeno medicinal concentrado al 93% la misma función (o tiene efectos muy similares a un menor costo)? ¿No debía acaso el MINSA acreditar la necesidad del estándar?

Sorprendentemente, la CEB no entra a discutir la razonabilidad del estándar materia de comentario. No. Lo que hace dicho órgano es declarar improcedente alegando que los denunciantes no cuentan con “legitimidad para obrar” (en castellano para los que no son abogados: no tienen derecho a denunciar) porque la barrera denunciada no les ha sido impuesta directamente a ellos. En efecto, según la CEB, como la resolución ministerial en cuestión contiene una exigencia aplicable a los establecimientos de salud, sólo éstos podrían denunciarla.

El argumento, sobre todo para quienes no son abogados, sonará a “leguleyada”. Y la verdad es que eso parece. Aun cuando los proveedores de oxígeno no sean sujetos directos de aplicación de la norma, es claro que les causa un perjuicio económico, bastante directo además.

Siguiendo el razonamiento de la Comisión, cualquier autoridad podría utilizar “regulaciones indirectas” para establecer barreras burocráticas que de otro modo serían denunciadas. Así, por ejemplo, si una Municipalidad hubiera tenido que inaplicar una ordenanza que restringía el horario de funcionamiento de discotecas porque fue declarada “irrazonable” por la CEB ante la denuncia de dichos establecimientos, ésta podría luego emitir una segunda ordenanza dirigida a los propietarios de inmuebles, con el siguiente tenor: “queda prohibido a los propietarios de inmuebles el arrendarlos para actividades de entretenimiento y venta de alcohol”. Dicha norma, de hecho, constituiría una barrera irracional de ingreso al mercado para las discotecas, en la medida que les impediría contar con locales para desarrollar su actividad. Pero, si leo correctamente la resolución que aquí comento, según la CEB las discotecas no podrían denunciar la segunda ordenanza. Sólo los dueños de inmuebles. ¿Les parece que tiene sentido esto?


¿El “tiro de gracia” a la industria venezolana? A propósito de la “Ley de costos y precios justos”

29 noviembre, 2011

Espero que no, la verdad. En el corto tiempo que he podido estar en Venezuela he podido apreciar que en dicho país existe una gran cantidad de empresarios con gran talento y energía. Se trata de un país que tiene mucho a su favor para ser un país rico (o por lo menos con niveles mucho mayores de riqueza).  Pese al hostil marco regulatorio en el que se desenvuelven, muchas industrias sobreviven y siguen llevando a los consumidores una gran cantidad de bienes y servicios.

Pero la “Ley de costos y precios justos” (la “Ley”), vigente desde el pasado martes es sin duda un paso decisivo hacia una economía centralizada; es uno de los últimos tramos del “espiral regulatorio” del que hablamos en un post anterior. Según la Ley, la recientemente creada “Superintendencia de Precios y Costos” tendrá la facultad de revisar los procesos productivos de empresas en todos los sectores de la economía, analizar los costos que “realmente estén vinculados al proceso productivo” y, de ser el caso, reajustar los precios que éstas cobran, con la finalidad de lograr “criterios justos de intercambio” y “propiciar la implementación de precios y costos justos a través de mecanismos que permitan sincerar costos y gastos”.  Paradójicamente, la Ley también menciona entre sus objetivos el “incrementar la eficiencia económica como factor determinante en la producción de bienes y servicios”.  Curiosa forma de lograr eficiencia esto de controlar los precios.

Según la exposición de motivos de la Ley “el poder monopólico o monopsónico y la cartelización, se han constituido en la política aplicada, por los empresarios, para dominar el mercado, siendo ellos quienes fijan los precios y condiciones comerciales, que no se corresponde a referentes internacionales ni obedecen a una estructura de costos justificable”.  Además, se señala que “La generalización de prácticas especulativas produce niveles de inflación exacerbados, que terminan erosionando no solo el poder adquisitivo de la población, sino el potencial de las pequeñas y medianas empresas y con el comercio minorista, impidiendo el desarrollo económico de alternativas productivas y de mayor número de iniciativas empresariales”.

Una Ley que pretenda controlar los precios de industrias en las que existe competencia no resiste el menor análisis. La historia y la economía nos han enseñado repetidamente que este tipo de controles son absurdos y no sólo no consiguen su cometido, sino que tienen otros efectos perniciosos. Vale la pena, de todos modos, explicar por qué esta Ley no tiene sentido, no funcionará e, incluso empeorará la situación de la gran mayoría de venezolanos.

 

No hay tal cosa como un “precio justo”

Aunque hay algunos intentos vagos de definición, nadie puede decir con total certeza cuando un precio es “justo” o cuando es “excesivo”. Si dos partes entran voluntariamente en una transacción es porque creen que esta les reporta un beneficio. Y, salvo que estamos ante un caso de fraude (caso en el que sí estaríamos de acuerdo con una intervención estatal para proteger a la parte afectada) probablemente en realidad les reporte tal beneficio. Ambas partes valoran más lo que reciben que lo que dan a cambio. Si dicha transacción beneficia a vendedor y comprador, no hay razón alguna para que el Estado intervenga en ella. Claro, alguien dirá que a veces la gente compra a un precio “alto” porque “no le queda otra”. La necesidad de las personas es frecuentemente utilizada como un argumento para intervenir en el mercado. Pero en la gran mayoría de casos dicha necesidad no es tal, ya que los productos tienen sustitutos razonables en el mercado, lo cual nos permite cambiar de producto si encontramos que un precio excede nuestro “precio de reserva”.

En mercados razonablemente competitivos (que son la gran mayoría) los productores sufren una efectiva presión competitiva de otros productores que producen  el mismo bien u ofrecen el mismo servicios, de otros productores que producen u ofrecen bienes similares, e incluso de personas que no están en el mercado, pero pueden verse motivados a entrar si las ganancias son “atractivas”. Esta presión competitiva hace que los productores, que sí, obvio, quieren cobrar lo más posible, deban fijar precios competitivos para sus productos (más baratos o similares al equilibrio de mercado) de lo contrario, perderían clientes y ventas.

Entonces, si en un mercado competitivo, no es que los productores fijen precios “exorbitantes” para “explotar” al consumidor. Los productores fijan el precio que el mercado, que la gran masa de consumidores y otros productores, en conjunto, fija a través de sus decisiones de producción y consumo. Esto es lo mejor que podemos conseguir para productores y consumidores, por lo que no hay precio más justo que aquel que fue libremente acordado.

Debe tomarse en cuenta, además, que los precios no son sino señales que permiten a los productores tomar decisiones en beneficio de los consumidores. Un precio “muy alto” por ejemplo, es una señal para el productor de que hay demanda por un determinado bien y debe producirlo en mayor cantidad, satisfaciendo así las necesidades de un mayor grupo de consumidores o atendiendo un mercado que antes no se atendía.

El poner un precio “fijo” en ese sentido, destruirá el sistema de información e incentivos constituido por la fijación libre de precios. Aniquilará la competencia, en virtud de la cual recibe mayores ingresos quien da un mejor servicio y ofrece mejores productos.  En un sistema de control estatal de precios, ganará más quien haga mejor lobby o tenga más conexiones con el poder o el burócrata de turno.

Los alegados monopolios no son tales

Como reseñábamos líneas arriba, según la Ley “el poder monopólico o monopsónico y la cartelización, se han constituido en la política aplicada, por los empresarios, para dominar el mercado, siendo ellos quienes fijan los precios y condiciones comerciales”. No obstante, no se explica como la Ley se aplica, sin filtro alguno a todos los sectores de la economía. La Ley no contempla un análisis técnico de mercados relevantes o de la posición de dominio de una empresa antes de intervenirla para analizar sus costos y fijar sus precios (no es que en ese caso la fijación del precio fuera deseable, pero por lo menos el argumento del poder monopólico no sería una farsa).

Estoy seguro que al leer el término “monopolio”, incluso si no es un economista o abogado experto en temas de competencia y regulación, pensó en una compañía de teléfonos, agua o electricidad. Quizás, en una aerolínea . Pero no. De hecho, y aunque parezca una broma, en el primer paquete de productos cuyos precios fueron congelados figuran productos tan “monopólicos” como el agua natural, el jugo de fruta, el cloro, el jabón, el lavaplatos líquidos, los limpiadores, el champú, los desodorantes y…, sí, el papel higiénico y los pañales desechables.


El gobierno no tiene los recursos ni el expertise para controlar todos los precios

Incluso funcionarios del propio gobierno venezolano han reconocido que el Estado es incapaz de controlar todos los precios de la economía. El presidente del Banco Central Venezolano ha señalado que una economía “no puede funcionar toda sujeta a un mecanismo de ley de precios”, y que solo “van a haber algunos sectores que van a estar monitoreados de manera permanente”. “Son más o menos unos 500 mil precios que funcionan”.

Pero, asumamos, por un momento, que el gobierno venezolano lograra reunir personal capacitado para vigilar costos de las miles de empresas operando en el mercado. ¿Qué haría para fijar un “precio adecuado”? ¿No nos encontraríamos acaso ante el “problema del cálculo” que, como nos enseñó Mises, hace el socialismo inviable? ¿Y a qué costo se haría esto?

En realidad, el fijar un precio administrativamente lo único que va a conseguir es disminuir las ganancias de los productores y o incluso causarles pérdidas. Reducirá la flexibilidad que tienen las empresas para ajustarse a la demanda, lo cual a su vez generará escasez de productos, en perjuicio del consumidor.  Y, como sabemos, “el producto más caro es el que no encuentras”.

Es el gobierno el que causa la inflación

También en su exposición de motivos, la Ley culpa al sector privado de la gran inflación que reina en Venezuela. Las empresas suben los precios porque quieren cobrar más. No obstante, como nos enseña el maestro Milton Friedman,  la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario (“inflation is always and everywhere a monetary phenomenon”): así como en cualquier otro mercado en el que cuando un bien es abundante, su precio baja, lo mismo pasa con el dinero. Cu”ando el Estado pone demasiado dinero en el mercado, su valor relativo baja, vale menos y, por ende, nos alcanza para comprar menos cosas.

Esto es precisamente lo que pasa en Venezuela: “el Estado gasta a manos llenas, pone en manos del público una cantidad de bolívares que no se corresponden con el volumen de productos y servicios, cuando aumenta la demanda y no se corresponde con la oferta se genera inflación, generando una presión tremenda entre la oferta sobre la demanda”.

Es el gobierno el que incrementa los costos de producción

Al igual que con la inflación, el incremento de una gran cantidad de costos de producción no es atribuible, sino al propio gobierno venezolano, que con aranceles, regulación y precios de insumos regulados no ha hecho sino encarecer enormemente los procesos productivos. En muchos casos, incluso, empresas que compran insumos regulados deben pagar más por éstos que lo que pueden cobrar al consumidor, viéndose obligadas a producir a pérdida.

 No se reconocerán todos los costos

Y para agravar más aun lo descrito, la Ley no reconocerá todos los costos en los que los empresarios incurren para llevar un producto al mercado. No se reconocerán, por ejemplo, los costos de representación, marketing, publicidad, gestión de intereses, entre otros que no están “ligados directamente a la producción”.

Además, se ha señalado que en cuanto a los costos de importación sólo se reconocerá el tipo de cambio oficial de la Comisión de Administración de Divisas – CADIVI (que es la agencia encargada del control cambiario), ascendente a aproximadamente 4.3 bolívares por dólar.  No obstante ello, en Venezuela también existen otras formas oficiales (es decir, aparte del mercado negro, que paga casi el doble) de obtener dólares para importar, tales como las emisiones de bonos en dólares adquiribles en bolívares (que cotizan alrededor de 5.8 bolívares por dólar) y el Sistema de Transacciones con Títulos en Moneda Extranjera (SITME, que cotiza alrededor de 5.3 bolívares por dólar). Se estaría, en ese sentido dejando de reconocer una gran parte del costo real de elaborar productos con insumos deportados.

Como podemos apreciar, la Ley reúne todos los elementos necesarios para convertirse en el “tiro de gracia a la empresa venezolana”. Pero claro, las empresas tienen, al igual que las personas que las conforman, un “instinto de supervivencia” que generará dos reacciones: muchas empresas simplemente saldrán de determinados mercados. Como ninguna empresa quiere (ni puede) producir a pérdida, se dejarán de producir aquellos productos regulados cuyo precio se fije por debajo del equilibrio de mercado. Y esto agravará, nuevamente, la escasez en perjuicio del consumidor. Otros empresarios optarán por salir del mercado formal y generar “mercados negros”, no controlados por el Estado, en el que podrán vender sus productos a un precio tal que les reporte un beneficio. Pero claro, trabajar en la informalidad tiene otros costos y limitaciones que, en definitiva, afectarán severamente los ingresos del productor.


Reducción de aranceles: ¿qué pasaría si traemos al Real y al Barcelona a jugar el campeonato peruano?

14 enero, 2011

¿Qué creen ustedes que pasaría si traemos al Real Madrid de Mourinho y Cristiano Ronaldo y al Barcelona de Guardiola y Messi a jugar el campeonato peruano? Lo más probable es que ambos equipos españoles se “paseen” en nuestro alicaído campeonato y que goleen cada domingo. Como consecuencia de ello, es muy probable también que los equipos locales pierdan seguidores e ingresos en materia de entradas, derechos televisivos y publicidad.  Los equipos locales, ergo, se verían claramente afectados por esta apertura del campeonato nacional a la competencia extranjera.

Pero, si hacemos un análisis más integral y de largo plazo, debemos preguntarnos también si eso sería bueno o no para el campeonato peruano en general, y si sería bueno o no para los “consumidores” del fútbol: los hinchas y espectadores. Yo creo que sí. Creo que el consumidor apreciaría a los mejores jugadores del mundo en vivo y en directo. Quizás las entradas al estadio subirían de precio, pero sin duda no llegarían a ser tan caras como un pasaje Lima – Madrid y una entrada al Santiago Bernabéu (lo que actualmente tendríamos que pagar para ver a los clubes mencionados). Además, con el tiempo, el mayor roce ganado en la competencia con los gigantes españoles mejoraría el nivel de los equipos. Irían a las torneos sudamericanos mejor preparados. Algún know how podrían absorber. Los ingresos incrementarían en los partidos de local contra estos equipos. El resultado neto (es decir, comparados los perjuicios a los clubes locales versus los beneficios al campeonato al general y a los hinchas), entonces, sería positivo.

Propongo el ejemplo a raíz de que la semana pasada entró en vigencia la reducción de  3,401 partidas arancelarias aplicables a diversos productos, principalmente en el rubro de lácteos, ganadería, agricultura y vehículos. En algunos casos los aranceles se reducen al 0%, y el arancel promedio se ha reducido de 5% a 3,4%.

La medida ha sido criticada por algunos atendiendo a que podría causar una disminución de sus ventas, afectando las inversiones a largo plazo de los empresarios locales (que las realizaron previendo ciertos niveles de demanda, sin competir con productos del extranjero).

Yo personalmente estoy de acuerdo con la eliminación (o por lo menos reducción) de aranceles en todos los mercados. Si bien es cierto que la competencia extranjera va a causar un daño a los empresarios locales, este no es otro que el denominado “daño concurrencial” originado en las menores ventas que la competencia te puede quitar (si es que te las quita, porque el número de compradores no es fijo ni limitado, por lo que la entrada de nuevos competidores no implica necesariamente la reducción de ventas de los competidores actuales: es posible que se capten nuevos compradores). La pregunta entonces es ¿por qué el daño concurrencial es lícito cuando es local e “ilícito” (digamos, el Estado lo combate en parte con aranceles) cuando es extranjero? Por lo demás, lo particular del daño concurrencial (a diferencia, por ejemplo, del daño físico) es que no afecta los recursos de quien es perjudicado, sino que los deja libres para hacer negocios con otros compradores (en el extranjero por ejemplo) o incluso para dedicarlos a otras actividades.

Debe tomarse en cuenta que “proteger” a nuestros empresarios de la competencia extranjera es condenarlos a permanecer en un segundo nivel. Y es que sólo enfrentándose a las “grandes empresas extranjeras” es que las empresas locales se ven forzadas a volverse más eficientes y competitivas (así como nuestros equipos serán más fuertes si se enfrentan con frecuencia a los mejores equipos del mundo), todo ello en beneficio de quien debería ser el principal protagonista en este debate: el consumidor.

En efecto, considero que lo correcto es analizar el tema de los aranceles desde el punto de vista de los consumidores, que constituyen un grupo de interés mucho mayor que el de los empresarios. Los aranceles permiten una mayor entrada de competidores extranjeros y, por ende, en condiciones razonables de competencia (que se dan precisamente en todos los mercados en los que se ha liberado aranceles) los precios, calidades de los productos tenderán a ser mejores. Las tasas de crecimiento económico e índices de manufactura de los últimos 20 años ratifican esto. Mientras los aranceles han bajado, el PBI e incluso la producción nacional han aumentado.

Un argumento frecuentemente utilizado para defender que se mantengan o impongan aranceles es que “los otros países también los cobran” o que imponen subsidios, producto de lo cual se genera una competencia desigual. Incluso así, creo que los beneficios al consumidor exceden largamente los perjuicios causados a los productores, por lo que la única salida es la “rendición unilateral” en términos de Epstein (EPSTEIN, Richard. El Libre Mercado bajo Amenaza. Cárteles, políticos y bienestar social. Lima: UPC, 2007. p. 105. Versión en inglés disponible aquí). Epstein, aplicando las ideas de David Ricardo, señala que aquél país que establece aranceles a las importaciones no hace más que perjudicarse a sí mismo, aun cuando los otros países no impongan aranceles similares en represalia. Ello se explica en la medida que el valor relativo de las monedas en cada país no permanecerá igual después de la fijación del arancel. La disminución de la demanda de un determinado grupo de bienes importados reducirá la demanda de la moneda en la que dichos bienes sean vendidos. La moneda local, por lo tanto, se tornará más cara en comparación con la moneda extranjera, lo que a su vez constituirá una barrera para las exportaciones.


A propósito del caso Bayly, un breve análisis de la relación entre libertad de expresión y la propiedad de medios de difusión

7 diciembre, 2010

La “libertad de expresión” es un concepto que solemos oír con bastante frecuencia en casos que involucran a medios, ya sea como una justificación (muchas veces incorrecta) para invadir la intimidad o para cuestionar la “censura” de ciertas opiniones. Pues bien, a raíz de la sonada cancelación del programa de Jaime Bayly en Frecuencia Latina (Canal 2),  se me ocurrió hacer un breve comentario sobre esta frecuentemente mal entendida libertad y su relación con los derechos de los propietarios de medios de difusión (canales de televisión, diarios, portales de internet, etc).

Como sabemos, hace algunas semanas, Jaime Bayly fue despedido de Frecuencia Latina por realizar comentarios que “violaban la línea editorial del canal”. Digamos, en buen castellano, comentarios que no gustaron al dueño del canal.

El despido de Bayly según Carlin. Disponible en: http://www.larepublica.pe/16-11-2010/carlincanturas-16112010

El despido de Bayly según Carlin. Disponible en: http://www.larepublica.pe/16-11-2010/carlincanturas-16112010

Luego de formalizada su salida, el también escritor señaló en su columna en Perú.21 que:

Esto nos remite al viejo conflicto entre la libertad de empresa y la libertad de expresión, o entre quién manda a quién: ¿es el dueño del medio de comunicación quien decide qué se opina y qué no se opina en su empresa, o son los periodistas que trabajan en ese medio de comunicación los que deciden libremente qué se opina o no se opina en la empresa, aun si lo que opinan desafía o contradice las opiniones del dueño?

En este punto, mi posición es clara: aunque parezca injusto que me contraten para dar mis opiniones y luego me despidan precisamente por darlas, creo que es justo que el dueño de un medio de comunicación sea quien finalmente decida quién opina o qué se opina en su empresa. No soy partidario de la tesis radical según la cual el dueño de un medio de comunicación está obligado a pagarle a un periodista para que difunda opiniones abiertamente contrarias a las suyas. Si el dueño contrata a un periodista y le paga, tiene derecho de despedirlo si las opiniones de ese periodista son contrarias a las suyas o le resultan ofensivas o irritantes”.

En términos generales, estoy de acuerdo con Bayly. El dueño de un canal tiene derecho a definir su línea editorial. Y tiene el derecho a remover a aquellos periodistas cuyas opiniones le resultan “molestas” sin consecuencia legal alguna (salvo, claro está, que el contrato entre ambos haya especificado que el periodista tiene el derecho de opinar e informar “lo que sea”, sin que eso sea causal de rompimiento del contrato. En ese caso, igual podría removerlo, pero el periodista podría reclamar una indemnización por incumplimiento).

Me surge sin embargo una duda: ¿existe realmente un conflicto entre la libertad de empresa y la libertad de expresión? Es decir, ¿allí donde el propietario de un medio termina el contrato de un periodista o lo remueve del aire, afecta realmente su libertad de expresión? Yo creo que la respuesta nos la da una vez más ese gran fenómeno que es la competencia, que como bien aclara Gary Becker aplica no sólo a los “mercados explícitos” (de oro, refrigeradoras o acciones de empresas) sino también a la religión, a la búsqueda de pareja o a la libertad de expresión. ¿Una vez removido Bayly de Frecuencia Latina, es imposible o siquiera demasiado costoso para él expresarse en otro medio alternativo? La respuesta es un rotundo no: luego de menos de dos semanas, el periodista ya tenía un contrato con una cadena internacional para realizar un programa similar. Claro, ustedes me podrían responder que ese es el caso de Bayly, que otro periodista “no la tendría tan fácil”. Pues bien, Bayly la tiene “fácil” porque es un periodista demandado por el público, ya sea porque es talentoso, creíble o simplemente divertido (elija usted).

Otros periodistas, o incluso cualquier persona con la necesidad de expresarse, siempre tendrán otros medios alternativos: radio, cartas a medios o, como nosotros, simplemente, abrir un blog.

Nota aparte merece la supuesta afectación al “derecho de información” que el público tendría en estos casos (ver la caricatura de Carlín líneas arriba). ¿Tienen realmente los televidentes o el público en general un “derecho de información? De ser el caso ¿implica ello que tienen “derecho” a que ciertos contenidos específicos sean mantenidos en el aire? Una vez más, es evidente que hay una gran confusión, tanto a nivel académico como en la convención social, entre los conceptos de “libertad” y “derecho”. Lo que tenemos todos los ciudadanos es la libertad de informarnos, lo que implica que, dentro de toda la oferta disponible, podemos elegir libremente aquella opción afirmativa que mejor nos parezca (y que esté dentro de nuestras posibilidades adquirir).  Ello no quiere decir, en ningún caso, que podemos obligar al titular de un medio a mantener en el aire determinada opinión, sólo porque nos parece valiosa. En cualquier caso, si manifestamos nuestras preferencias a través de la elección de los medios que cuenten con los mejores periodistas y opiniones, damos incentivos a los titulares de medios para contratarlos.


Por qué el “código de consumo” no hará la diferencia

20 agosto, 2010

El pasado jueves 12 de agosto, el Pleno del Congreso aprobó por unanimidad el denominado “Código de Protección y Defensa del Consumidor”. Diversos políticos, partícipes de su redacción y promulgación, han salido a alabar la norma con frases altisonantes del tipo “es una norma en beneficio de todos los peruanos” o “mejorará la competitividad del país” (¡!). El Presidente de ASPEC habla de “un nuevo amanecer para el consumidor”. También puede apreciarse en la prensa escrita titulares como “Bancos ya no abusarán”, “Empresas ahora deberán informar a los consumidores” o  “empresas tendrán que cumplir ofertas que publican” (como si antes no hubieran estado obligadas a hacerlo).

 

Cuando hay competencia, el consumidor puede decidir por sí mismo.

 

Yo la verdad, no soy tan optimista con este nuevo “código”. Todo lo contrario, creo que no representará ningún beneficio significativo para los consumidores e incluso, en algunos aspectos, podría perjudicarlos. En las líneas siguientes detallo algunas de las razones:

1. Una nueva norma de protección al consumidor no era necesaria

Como ya he comentado respecto del proyecto de Ley que dio origen a la norma comentada, muchas de las “novedades” introducidas por el Código resultan redundantes teniendo en cuenta que existen ya diversas normas, básicamente recogidas en el Texto Único Ordenado de la Ley del Sistema de Protección al Consumidor (en adelante, el “TUO de la Ley de Protección al Consumidor”) y diversos precedentes administrativos que regulaban los mismos temas o que, en todo caso, bien aplicadas podrían cubrir sin ningún problema los mismos supuestos de hecho.

Las normas contenidas en el TUO de la Ley de Protección al Consumidor, bien interpretadas y aplicadas, resultaban lo suficientemente amplias como para proteger al consumidor ante la gran cantidad de situaciones en las que podría verse desprotegido en función a su situación de información asimétrica (normalmente, tiene menos información que el proveedor) en las relaciones de consumo. El TUO de la Ley de Protección al Consumidor ya consagraba el deber de información, el deber de idoneidad, la obligación de adoptar medidas de seguridad en casos de productos riesgosos, las garantías que aplican en caso de productos defectuosos, entre otras obligaciones de los proveedores, así como las sanciones aplicables en caso de incumplimiento.

Pese a ello, lo que se ha pretendido con el nuevo código es abarcar todos los posibles casos de “abuso” u ocultamiento de información. Pero ello resulta innecesario si una norma general y simple establece los deberes de informar (completa, veraz y oportunamente) y de idoneidad (que la calidad recibida por el consumidor corresponda a la informada o la que razonablemente se pueda esperar).

2. El “código” no ataca las deficiencias del sistema de protección al consumidor que era necesario atacar

Cuando digo que una nueva norma de protección al consumidor no era necesaria no pretendo afirmar, por cierto, que el sistema de protección al consumidor sea perfecto. Definitivamente son necesarias algunas reformas en el ámbito institucional –mayores recursos, mejores herramientas, más oficinas, más capacitación– a efectos de ampliar y descentralizar la presencia del INDECOPI a efectos de hacer más efectiva su labor (que, más allá de algunas opiniones con las que discrepo, en términos generales resulta correcta). Más aun, con la creación del “Consejo Nacional de Protección al Consumidor” se corre el riesgo de que se debilite la posición del INDECOPI y de que politice el sistema de protección al consumidor (y ya sabemos lo que eso conlleva: decisiones demagógicas sin un adecuado sustento técnico).

3. El código parte de falsas premisas

Pese a lo expuesto, hay quienes reclaman “más protección para el consumidor”. Quienes asumen dicha posición lo hacen luego de comprobar que existen en el mercado ciertas condiciones de comercialización que consideran “abusivas” o “irrazonables”. Lo cuestionable de tal punto de vista, sin embargo, es que se parte de la premisa de que las empresas que transan sus productos y servicios en el mercado –poderosas, sofisticadas y solventes– pueden imponer sus condiciones de comercialización a los consumidores, que a su vez presuponen débiles, ignorantes, pobres e incapaces de ser diligentes.

Esta premisa, sin embargo, resulta equivocada en la gran mayoría de los mercados, en los que puede encontrarse condiciones razonablemente competitivas.  En ese contexto, si un productor o vendedor ofrece condiciones poco atractivas a los consumidores, otro competidor en busca de clientes debería ofrecer términos más atractivos. Eso sin contar la posibilidad de que nuevos agentes entren al mercado atraídos por la posibilidad de obtener ganancias.

El código, por lo demás, pareciera estar redactado asumiendo que todas las empresas pueden abusar del consumidor porque tienen más poder y solvencia que el consumidor. Se desconoce, en ese sentido, que una gran cantidad de proveedores en una relación de consumo pueden ser micro y pequeñas empresas (pensemos en la bodeguita de la esquina o el menú cerca de la oficina), para las que la gran cantidad de obligaciones incluidas en el Código (obligaciones adicionales de rotulado, libros de reclamos, entre otros) podrían representar costos inmanejables. El resultado no será otro que reducir la competencia y favorecer a las grandes empresas que sí tienen la posibilidad de asumir los costos impuestos por el código.

 

Los grandes promotores del código. Jaime Delgado (ASPEC), Walter Gutiérrez (CAL) y Jorge del Castillo.

 

4. El código no se limita a combatir la asimetría de información

Ya diversas modificaciones realizadas a la Ley de Protección al Consumidor habían determinado que esta norma dejara de ser exclusivamente un mecanismo orientado a combatir la asimetría de información –como debería de ser–, incluyendo diversas condiciones destinadas a fijar condiciones de comercialización a favor del consumidor, como aquellas que prohíben la discriminación o proscriben ciertas cláusulas que se considera “abusivas”.

En esa línea, el nuevo código trae varias de estas “perlitas”, como por ejemplo, el retorno al sistema de “normas técnicas” para regular la calidad de diversos productos, sin consideración alguna de los niveles de competencia en cada mercado (Artículo 160); o la prohibición de la discriminación entre consumidores bajo cualquier parámetro (Artículo 38). Tengo mis dudas de que sea eficiente perseguir la discriminación por sexo o raza a través de un código de consumo (ojo, no digo que esté bien), pero el hecho de prohibir la discriminación por condición económica en las relaciones de consumo no tiene ningún sentido. ¿Quiere decir esto que, por ejemplo, a un cliente con menores ingresos (por ende, más riesgoso) no se le puede cobrar una tasa más alta de interés? ¿O que al cliente que compra más no se le puede dar un mejor precio?

En suma, lo que está haciendo el nuevo código es regular (estableciendo ex ante ciertas obligaciones de conducta) antes que dejar que el mercado funcione y sancionar (ex post) a quien no cumpla con brindar información adecuada. Este enfoque resulta inadecuado e innecesario en la gran mayoría de mercados, en los que una norma de protección al consumidor que se oriente a minimizar las asimetrías de información estableciendo en los proveedores obligaciones de transparencia debería ser suficiente para que los consumidores puedan adoptar decisiones de consumo razonables. Por el contrario, normas que pretenden “defender” al consumidor mediante la regulación de condiciones de comercialización lo que van a hacer es incrementar los costos de los proveedores y desincentivar la innovación y la expansión de la oferta, lo que a su vez representa mayores precios y menos competencia en perjuicio del consumidor.

Todavía cabe la posibilidad de que el Poder Ejecutivo haga algunas observaciones a la norma… aunque con tantas reglas redundantes, innecesarias y mal enfocadas, creo que ningún filtro será suficiente.

 

ACTUALIZACIÓN AL 7 DE OCTUBRE DE 2010: Luego de publicado el Código de Consumo la gente de Gaceta Jurídica tuvo la gentileza de pedirme un comentario sobre el tema, el cual realicé basándome en este post. Pueden revisarlo haciendo click aquí.